Si el viejo refranero castellano parece siempre tan sabio como certero es porque no le falta nunca un aforismo para cada ocasión. Y en este caso, dos; porque, verán, uno, aquel de “cría fama y échate a dormir” venía al pelo para encabezar esta tribuna de opinión que –por si alguien se toma la molestia de leerla– va a referirse a que la vigilancia dinámica por parte del empresario, no ya de su negocio, sino de la marcha de sus franquiciados, hará crecer el red de forma más rápida que si, confiado en que esta fórmula permite precisamente desentenderse del día a día de todas y cada una de las unidades operativas de la cadena, se despreocupa de su funcionamiento. Pero quien estas líneas suscribe barajó, hasta recibir el correspondiente ultimátum –ya saben: “O entregas ya la opinión que te pedimos, o te saltamos hasta el mes que viene…”–, titularlas con esa otra máxima tan clásica que reza “el ojo del amo engorda el caballo”.
Y es que este peculiar sistema comercial, que se está haciendo con las mejores esquinas de nuestras calles, basado en la colaboración entre dos empresarios independientes, el franquiciador y el franquiciado, nace precisamente de una paradoja: la necesidad del primero de comprometer más en el negocio a unos desconocidos que a sus propios empleados, convencido de que será más sencillo inculcar la necesidad de cuidar del buen nombre de la flota, empezando por su propio barco, en quienes ponen en juego sus ahorros que en aquellos otros que sólo esperan a fin de mes para recibir su paga. Y ello por el sencillo método de convertirles, no en simples marineros, sino en capitanes de fragata.
Conceptos navales aparte, no faltan ejemplos de empresas, en la historia del capitalismo, que según se han ido alejando de su núcleo geográfico de origen han visto menguar los ingresos y disminuir progresivamente el volumen de negocio de cada delegación que abrían, en proporción aritmética casi directa a la distancia kilométrica de la casa matriz. Se unen para lograr este resultado factores de diversa índole. El primero de ellos es que, como sabe cualquiera que maneje los rudimentos del management, “en una jerarquía, todo empleado acaba alcanzando su máximo nivel de incompetencia”, según el conocido principio de Peters. Vamos que, según el archifamoso pedagogo canadiense, en la central, uno puede ser el mejor empleado del año, un profesional de valía insustituible; pero si le convierten de la noche a la mañana en jefe de una oficina, aun sita en el mismo barrio, su rendimiento profesional puede menguar a ojos vista. Primer motivo para no afrontar una expansión a base de unidades operativas propias. Vamos con el segundo: salvo honrosas excepciones –y lo normal es que éstos acaben por montar su propio negocio–, los empleados asalariados tienen tan poquita iniciativa, son tan poco amigos de la improvisación sobre su tarea diaria, tan poco dados a salirse del guión de lo ya conocido, que preferirán que un tubo fluorescente parpadee hasta dejar medio estrábica a la clientela antes que tomar la decisión de cambiarlo, si no han recibido una orden para ello; y cuanto más grande es la empresa, más miedo existe a tomar decisiones, aunque sean tan nímias como ésta, dentro de una jerarquía. Lo lleva lógicamente a estar más pendiente de las noticias que vienen de la matriz, que de crecer en la actividad a la que se dediquen. Lo que nos indica que es preferible llevar la expansión a base de empresarios volcados en su negocio, quienes, cumpliendo una serie de normas recogidas en los manuales operativos de la franquicia, se encarguen de sacar adelante su propio establecimiento.
Pero no quiero desviarme. Lo cierto es que, lejos de esas creencias absurdas de que la franquicia es la panacea, y que una vez que le conceden a uno la utilización de la marca no tiene más que sentarse en la puerta del establecimiento a ver cómo se desborda de billetes de 500 euros la caja registradora, la realidad es que hay que trabajar tanto o más que en un negocio independiente. Curiosamente, el inversor que decide entrar en la franquicia lo que paga es por “currar”; no en vano, las buenas centrales han mejorado mucho en la selección del candidato: se busca más emprendedores interesados en regentar su propio negocio que inversores puros. Aunque no es lo mismo que nos refiramos a alguien que adquiere el uso y disfrute de la marca, desentendiéndose completamente del día a día, y pasando a final de mes a por la recaudación, o bien que lo hagamos a un inversor con dinero, pero también con dos dedos de frente; tamaño de sesera imprescindible para darse cuenta de que no existe enseña alguna en la que uno pueda firmar el pertinente contrato y, acto seguido, esperar que el caballo engorde sin que el amo le mire constantemente, siquiera con el rabillo del ojo. Si lo sabré yo, que llevo años buscándola…
Otro refrán (o un aforismo de esos que se atribuyen casi siempre a La Rochefocault), más que nada por redondear: “El único lugar en el que éxito viene antes que trabajo es en el diccionario”. O dicho de otro modo, más allá de haber creado una marca consistente y conocida, el buen franquiciador no puede contentarse nunca –o al menos no debería de hacerlo– con los puntos de venta que ya abrió en su momento y limitarse a conceder franquicias, con tal de que sean otros los que arriesguen su dinero para probar nuevos mercados. Y aunque así fuera, vigilar de cerca su comportamiento, aún a fuerza de ser tachado de “franquiciador paliza”, dará mejores resultados que limitarse a esperar los royalties; aunque sólo sea porque éstos pueden dejar de llegar el día menos pensado.
Si fuese así:
A) No cerraría ningún establecimiento franquiciado, y se ven carteles de «se vende», bajo conocidos rótulos de cadenas de franquicia, en todas las calles.
yB) Ninguna empresa desde que el capitalismo es capitalismo habría pasado de su segundo año de existencia, pues «simples» empleados los ha habido siempre.