«El franquiciado replicante», por Alterio Felines, consultor de empresas

Montar una franquicia

¡Cómo les gustaría a muchos, por no decir a casi todos los franquiciadores, experimentar con células-madre para clonar literalmente a sus tres o cuatro mejores franquiciados, y extender así su marca por toda la geografía nacional sin arrepentirse a cada paso de haber apostado por la franquicia!

Viene a cuento este título-remake de la novela de Philip K. Dick, que a su vez dio origen a la sobrevalorada Blade Runner, por esa metamorfosis que experimentan 11 de cada 10 emprendedores que recurren a la fórmula de la franquicia para poner en marcha su propio negocio (paradójicamente con el nombre de otro, aunque de eso ya hablaremos el mes pasado).

Una transformación que les lleva, en un viaje que por fortuna suele tener retorno –a pesar de que muchos puedan pensar lo contrario–, del entusiasmo y la entrega iniciales a la negación y el recelo subsiguientes, para acabar finalmente en sensatez y colaboración.

Me explico. Siempre se ha dicho que ésta es una fórmula de colaboración comercial en la que una parte, el franquiciador, pone a disposición de la otra, el franquiciado –que aporta un inestimable conocimiento de su mercado–, un saber hacer de éxito probado, implementable mediante una formación específica, exigiéndole, eso sí, la puesta en marcha de este método teóricamente infalible sin variaciones significativas para un perfecto duplicado del negocio, que suponga para ambos un éxito empresarial: para él, en tanto en cuanto está logrando expandir su marca en zonas geográficas en las que no tenía previsto, al menos en principio, llegar con sus propios recursos, y para el franquiciado, porque le hace crecer y desarrollarse –ganar dinero, vamos– en su mercado natural.

La letra es pura poesía, ¿verdad? El problema es que, a la hora de ponerle música, no siempre coinciden los acordes. A las pocas semanas de haber inaugurado su franquicia el recién llegado al mundo del comercio ya empieza a creer que:

  1. Es él quien conoce realmente los entresijos del concepto, y si el negocio sale adelante es exclusivamente gracias a su aportación, a su propio saber hacer.
  2. No está recibiendo el apoyo necesario por parte de la central, por lo que el pago periódico que tiene estipulado por contrato comienza a parecerle una tremenda injusticia.
  3. Una paulatina puesta en marcha de novedades ideadas por él van a resultar sin duda impactantes, hasta el punto de preguntarse ingenuamente por qué no se le habrán ocurrido antes al promotor del negocio (como si dichas iniciativas no hubiesen sido aplicadas en las unidades piloto, y probablemente rechazadas por su inoperancia).

Nadie dice que el franquiciado haya de ser un mero funcionario, que se limite a aplicar, página por página, cuanto figura escrito en los manuales operativos, esperando sin hacer nada a que la caja registradora se llene cada mes; pero tampoco que un desmedido ímpetu emprendedor le lleve a variar a su gusto las verdaderas claves del saber hacer, del método que el franquiciador ha sabido desarrollar con éxito durante años.

Tan peligroso es un perfil como el otro. Y sino, miren lo que me ocurrió recientemente tratando con la franquicia de una conocida enseña de transporte urgente. Uno de sus mensajeros me dejó en el buzón de casa un aviso para que me pasara por la agencia a recoger un paquete enviado a mi nombre; como el conserje me advirtió que lo acababa de introducir en el cajetín opté por salir de nuevo a la calle y le alcancé arrancando de nuevo su furgoneta. A pesar de reconocer que su obligación era entregar dicho envío a domicilio me explicó que tenía órdenes de su jefe (el franquiciado de dicha marca en mi barrio) de llevar en el vehículo las mercancías dirigidas a empresas, donde siempre hay personal para recoger los envíos; no así los destinados a particulares, pues rara vez se encuentran en casa, y los paquetes vuelven intactos a la agencia. Un argumento peregrino, ¿verdad? ¿Imaginan la cara del director de calidad de la enseña de conocer dichas prácticas? El caso es que se comprometió a entregármelo al día siguiente siempre que yo fuese tan amable de llamar temprano a la agencia para asegurarles que me encontraba en mi domicilio (segundo despropósito). “No se preocupe”, le atajé. “Voy a llamar ahora mismo”. El disgusto de su cara fue todo un anticipo del tercero de los desatinos que me aguardaba: “Pues no le cogerá nadie el teléfono, porque estoy de reparto…”. ¿Se pueden infligir más apartados del –me imagino– meditado y exitoso concepto de negocio del franquiciador? ¿Tendrá ese franquiciado, protagonista de los disparates mencionados, la desvergüenza de ir diciéndole a sus amigos y conocidos que el negocio sale adelante gracias a él, y que se plantea si seguir o no en la cadena?

Por eso digo, con la sorna que todos los que llevan años leyéndome saben que caracteriza mis escritos, que seguramente los franquiciadores sueñan con franquiciados-robot, aunque sean como el Deep Blue, ese portentoso cerebro electrónico de IBM que ha conseguido ya derrotar al ajedrez al propio Kasparov –teniendo que calcular, eso sí, jugadas que el cerebro humano rechaza en milésimas de segundo por absurdas–. Porque la estadística seguramente demuestre que hay infinitas posibilidades más de que sobreviva un negocio clonando sin más la forma en la que el franquiciador lo lleva en su ciudad de origen que dejando que el franquiciado improvise a su libre albedrío.

Porque puestos a dejar el sello personal prefiero al quiosquero de la playa gaditana donde paso mis agostos: hace ya años, la primera vez que me acerqué a su tenderete, con ánimo de adquirir prensa variada para entretener los inevitables horas que paso bajo la sombrilla mientras mi esposa se tuesta al sol, y le interrogué sobre si los diarios eran la edición de la mañana o de la tarde, me aclaró que a él le servían los periódicos, desde la capital, una vez al día. “Así que si los compra usted por la mañana, son matutinos, y si lo hace después de comer, vespertinos. Y sino, haga crucigramas en lugar de leer tanto embuste como publican los papeles. Que ya se sabe que los periodistas son todos unos mentirosos…”.

Yo también sueño con máquinas expendedoras de prensa, de esas que salen en las películas, en las que echas una moneda y te llevas periódicos para envolver el pescado de todo el mes.

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