Pero además de lo ya mencionado en la entrega anterior, la pasada semana, el saber hacer debe tener una utilidad operacional, de tal modo que, aplicado a una situación real ha de proporcionar resultados satisfactorios visibles.
Sería un gran error limitar el saber hacer a los procedimientos de fabricación, pues aporta ventajas tanto en el ámbito comercial, con la presentación de la línea de productos, el modo de realizar prospecciones de mercado o el de sacar el máximo partido a la lista de clientes habituales; como en el área financiera, con la optimización de la gestión de la tesorería; en el terreno de la logística, al establecer un plan concreto de aprovisionamiento y mejorar la gestión de inventarios, y, de una manera general, sobre cualquier aspecto de la actividad empresarial.
Para ello, el saber hacer que se dice poseer y cuya transmisión se ofrece a cambio del pago de un canon de entrada o derecho de adhesión ha de estar probado o experimentado con éxito. El saber hacer es el fruto de un conjunto de conocimientos obtenidos necesariamente mediante la experiencia. ¿Qué quiere decir esto? Pues en primer lugar, que estos conocimientos se adquieren a través de un período más o menos amplio de tiempo –aunque cuanto más amplio, mejor–, lo que supone la introducción de innovaciones, de constantes mejoras, que son contrastadas con la realidad; rechazando las que no conduzcan a los objetivos esperados e incorporando las que, por el contrario, consigan buenos resultados. Y en segundo lugar, que el saber hacer ha de estar experimentado con éxito. La puesta en práctica de este vasto conjunto de conocimientos, normalmente en los centros piloto, constituye la mejor prueba para contrastar su validez.
Para que un saber hacer sea esa “fórmula de éxito seguro” que puede leerse en el dossier de presentación o franquicias de tantas y tantas enseñas, ha de ser relativamente secreto, no inmediatamente accesible a cualquiera. Sin tener por qué tratarse de una invención original en el 100% de los elementos que contiene, no podríamos estar hablando de saber hacer si todos los elementos que lo forman fueran generalmente conocidos por los profesionales de la actividad en cuestión o fácilmente accesibles para cualquier empresa del sector concreto del que se trate. Existe saber hacer cuando el conjunto de conocimientos transmitidos significa una plusvalía operacional para el que se beneficia de su transmisión. Así que es en las relaciones entre el titular y el beneficiario donde puede apreciarse la verdadera existencia del saber hacer.
Al revelar a un emprendedor procedimientos ignorados por él –y cuya obtención, en caso de ser posible, precisaría de arduas y costosas investigaciones–, el cedente ofrece a su receptor una apreciable ventaja, por lo que está autorizado a subordinar el empleo de dichos procedimientos al pago de un montante económico denominado por unos canon de entrada, por otros cuota de enganche y por terceros derechos de adhesión.
El beneficiario de la transmisión del saber hacer debería ser lo suficientemente inteligente como para comprender que su divulgación a terceros que no cumplan el perfil crítico exigido por la enseña y vayan a convertirse en miembros activos de la red está contribuyendo a su desvalorización. De ahí que cada nuevo franquiciado adquiera una obligación de confidencialidad. El secreto del saber hacer se salvaguarda incluyendo en el contrato una cláusula de confidencialidad en la que se recoge el compromiso de cada nuevo asociado a no divulgarlo durante la duración del contrato y una serie de años con posterioridad a la terminación del mismo.
No respetar el secreto por parte del franquiciado supondrá con toda seguridad la ruptura con la central, su salida precipitada de la red y la exigencia por parte del franquiciador de una fuerte indemnización económica. De modo análogo, no son pocas las enseñas que exigen al personal que contrata cada franquiciado para su establecimiento –sobre todo si va a tener un alto grado de formación en los métodos y la filosofía del negocio– la inclusión en su contrato de trabajo de una cláusula en la que reconozca la obligación de respetar la confidencialidad del saber hacer recibido. Documentos legales de los que solicitan a sus franquiciados copia formal.
Nueve de cada diez directores de franquicia a los que se pregunte por qué un emprendedor ha de echar mano de este sistema de colaboración empresarial, en vez de lanzarse al ruedo de los negocios por su cuenta y riesgo, contestarán lisa y llanamente que para evitar perder el tiempo y el dinero. Y por muy a román paladino que suene, no les falta razón. La adquisición y posterior puesta en marcha del saber hacer de una enseña genera un ahorro en ambos –que para un empresario vienen a ser lo mismo–, ya que evita al que se beneficia de su transmisión incurrir en las trabajosas y no precisamente baratas investigaciones que requiere conseguir el aumento de las ventas o la rotación óptima de la mercancía, la mejor utilización de los recursos o la reducción de los costes, circunstancias todas ellas que conforman el éxito comercial.
De hecho, las tres grandes ventajas de adquirir una franquicia son que no hay que tener una idea original, porque la ha tenido y desarrollado ya otro; que no hay que crear una empresa de la nada y darla a conocer al gran público, sino unirse a una que se hace mayor y más notoria con cada nueva incorporación, y que no hay que pasar por los errores que todo principiante en el mundo de los negocios comete irremediablemente en sus inicios, porque la central ha pasado por ellos y ha encontrado la forma de superarlos e incluso de prevenir otros similares, conocimiento este último que constituye su saber hacer y en el que forma a cada nuevo franquiciado.
Por eso, cuando se dice que el saber hacer debe ser sustancial significa que ha de incluir información relevante para la venta de productos o la prestación de servicios a los usuarios finales. En pocas palabras: debe permitir al franquiciado, desde el inicio de su actividad, abrir un mercado nuevo y ser competitivo dentro del mismo, facilitándole para ello información, llamémosla privilegiada, en lo referente a la elaboración y presentación de los productos, las relaciones con la clientela y la gestión administrativa y financiera de su negocio.
Otra de las características apuntadas habitualmente por los protagonistas del sector, al referirse a la suma de conocimientos intrínsecos a un concepto de negocio, es que ha de ser reconocible, identificable. Entendiendo por tal que ha de estar plasmado por escrito de manera suficientemente completa como para permitir verificar que cumple las mencionadas condiciones de secreto y sustancialidad. La descripción se puede realizar en el acuerdo de franquicia, en un documento separado o en otra forma legal que resulte apropiada. Cuando el franquiciador ha obtenido un éxito manifiestamente demostrado gracias al empleo de un saber hacer, la aportación de este al contrato de franquicia es indispensable, pues es lo que asegura el éxito a los franquiciados. La necesidad de su aparición en el contrato de franquicia es exigida por las normas de organismos profesionales y por toda la jurisprudencia europea, incluido naturalmente el Reglamento de Franquicias vigente en España, aprobado hace ya casi una década.
El primer y aún más vanguardista de los reglamentos continentales, el francés, habla de comercialización de productos o servicios, ofrecidos al cliente de una manera original y específica, en negocios explotados obligatoria y totalmente según las técnicas comerciales experimentadas, controladas y constantemente actualizadas por el franquiciador. El Código Deontológico Europeo emplea términos similares, pero precisa claramente una verdad de Perogrullo que a veces se nos olvida: que el principal objetivo de un contrato de franquicia entre dos partes es el beneficio de ambas: el franquiciador y los franquiciados.
(continuará)